La princesa de ninguna parte, Marta Quesada Valverde
Érase una vez, en algún recóndito rincón que no aparece en los mapas ya que los cartó-grafos se quedaron sin espacio en estos, la apartada aunque mirífica Corona de Ninguna Parte. Allí habitaban gentes mucho más adineradas que en el resto del mundo y la paz, fruto de la unión de los reinos que componían la Corona, predominaba en cada región; todo, pese a las peculiaridades del lugar, se mantenía en orden. No obstante, en las distan-tes montañas del sur, existía una descomunal criatura a la que nadie deseaba enfrentarse: el Cíclope, un monstruo que, con su único ojo y sus desproporcionados músculos, hacía temblar a cada senderista que aventuraba a poner un pie en su sierra.
Para garantizar la seguridad de Ninguna Parte, la realeza confió a una familia digna la tarea de contentar al Cíclope para que este no atacase a la población. Así se inauguró el deber de la familia Toulso, el cual se mantuvo y transmitió de generación en generación. En la época a la que nos remontamos, la actual encargada de visitar al monstruo era una joven ya cerca del fin de su adolescencia. Se trataba de Tarin Toulso, quien incluso había llegado a encariñarse del Cíclope. Sin embargo, a esta muchacha le pudo el deseo de abandonar su pueblo para descubrir mundo, por lo que dimitió y emigró a algún lugar de Europa. Debido a ello fue su hermano menor, Tiago, el que tomó la responsabilidad. A pesar de lo dicho, sus vecinos, que bien lo conocían, no confiaban mucho en sus capaci-dades como guardián de semejante monstruosidad, advertencia que la familia real ignoró.
No, nadie trató de volver a darle un escarmiento a Tiago. Y es que la inmensa mayoría de los ceropartineses y sus leyes eran ciertamente peculiares en algún aspecto u otro, ya fuese por las tradiciones de la Corona o por su propia personalidad y costumbres. Por ejemplo, estudiar boxeo en las escuelas, celebrar el “no-cumpleaños” (cinco días después del ver-dadero cumpleaños) para regalarse imitaciones de objetos cotidianos, escribir libros al revés, demoler tu propia casa en lugar de venderla si la ibas a abandonar… Las rarezas propias de cada individuo resultarían aún más extrañas a nuestro parecer.
Con el transcurso del tiempo, pasaron las semanas y con ellas, los meses, y Tiago no de-mostraba merecer su apellido. El dos de julio amaneció el cumpleaños número mil seis-cientos cuarenta y tres del Cíclope, mas Tiago no acudió a visitarlo a sus montañas. Estaba tan acostumbrado a recibir regalos en su día por parte de Tarin… En cólera, la criatura se puso en pie y emprendió el camino hacia la capital de Ninguna Parte: Souhaitia. Los habi-tantes no tardaron en percatarse de que sus enormes pies estaban destruyendo sus viviendas y se refugiaron en sus sótanos, los cuales conectaban a una red de túneles destinada a la evacuación en casos de emergencia. Pero las gentes del castillo no eran conscientes de lo que sucedía, pues se encontraban demasiado entretenidos comiendo, bebiendo, bailan-do… Nuestro despistado Tiago Toulso estaba a punto de huir a los túneles también, mas cientos de campesinos le obligaron a regresar a la superficie para advertir al castillo del peligro:
–¡Vuelve arriba, so gandul! ¡Si alguien es responsable de esto, ese eres tú!
–¡Nosotros hemos perdido nuestras casas por culpa de esa calamidad, ya no podremos demolerlas nosotros mismos cuando llegue la hora! –Añadían más ciudadanos enojados.
A regañadientes, tuvo que aceptar y se marchó solo al centro de la ciudad. Por suerte, tan diminuto era que el Cíclope no lo avistó. Las calles a su alrededor parecían saltar a cada paso que la criatura daba y muchos eran los edificios derrumbados, por lo que el acceso hasta el corazón de la capital fue difícil. Aun así, él logró orientarse al portón principal del castillo. Curiosamente, los rosales sin espinas en los jardines, así como la edificación en sí, se hallaban intactos: el Cíclope ni se había molestado en buscar a Tiago por la zona, un alivio. Trepó por la valla no vigilada, pues los guardias ya habían huido, y accedió al interior del lugar. El lujoso ambiente alumbrado por velas derretidas y lámparas asimé-tricas le cautivó y él admiró la moda desigual de los aristocráticos regionales. Carecía de tiempo que gastar contemplando los hermosos corredores cubiertos de alfombras blancas, así que se apresuró a la sala del trono. Ya la había visitado alguna vez anteriormente cuando su hermana informaba del Cíclope al rey (claro, él ya ni pensaba en hacerlo).
Alrededor del trono, decenas de sirvientes y nobles reían mientras comían a la mesa en forma de ese de la familia real. Un copioso almuerzo se servía sobre un extenso mantel blanco, pero los platos de cada invitado eran bien diferentes entre sí: algunos tomaban sopa con queso, otros preferían sardinas en salsa de tomate… Una extraña receta para cada extraño individuo presente. En el centro de la mesa se sentaba, obeso y tan pesado que necesitaba ser cargado para desplazarse, el rey Sedentario I, el líder entre las monar-quías de la Corona. Iba vestido con ropas ligeras para no aumentar su peso, aunque se las decoraban con bordados de oro. Sobre su cabellera revuelta se posaba una corona des-gastada y un ala que permitía que se portase al revés, quedando cual sombrero extra-vagante. Tiago ya conocía su rostro y no dudó en toser para atraer su atención. Todos loscomensales se volvieron hacia la entrada de la sala y clavaron sus miradas en el recién llegado.
Solo una persona entre ellos le agradaba: Triëla IX, la hija primera de Sedentario. Se encontraban con cierta frecuencia en sus descansos de la vida en la realeza y el joven Toulso estaba profundamente enamorado de ella: adoraba su melena como la pez y desor-denada como un nido, su piel rugosa, sus ojos de rubí que irradiaban desprecio y sus vestidos altivos. Cuando sus miradas se cruzaron en el comedor, Tiago tardó en reaccio-nar.
–¡Pero si es Tiago! –Exclamó el monarca invitándolo a pasar– ¡Ven, chico, sírvete! ¡Es el “no-santo” de mi primogénita!
–¡No hay tiempo para comer más! –Le interrumpió el joven– ¡El Cíclope está en Souhaitia y no se anda con chiquitas! El resto fueron evacuados, ¡solo restan ustedes!
Falta mencionar que el pánico cundió en la escena y ni siquiera Triëla tardó en huir a la salida trasera del castillo. Sedentario fue el único incapaz de abandonar su silla, quedando estupefacto junto con el mismo Tiago.
–¡Toulso, chico, ven y sácame de aquí! –Suplicó el rey tratando de moverse. Su peso le impedía marchar.
–Lo lamento, su glotona majestad, pero no soy capaz de levantaros –contestó el menor, a punto de irse.
–¡Alto ahí, detente! –Le detuvo el monarca, pensando en un modo de salvar sus dominios de la futura llegada del Cíclope– Aún tienes que salvar el reino, ¿verdad? De no ser así, no te concederé la mano de Triëla.
Aquellas palabras bastaron para que el muchacho le escuchase.
–Si pretendes ser de ayuda, sacrifica a alguien privilegiado como regalo de cumpleaños para el dichoso monstruo. Eso servirá a modo de ofrenda de paz –ideó Sedentario veloz-mente–. En tiempos antiguos, tus antepasados recurrían a lo mismo cuando esa calamidad estallaba y siempre funcionaba. Es tu turno ahora si aún tienes interés en mi hija… y en no morir a cambio.
No parecía algo difícil, él estaría a salvo y comería perdices con Triëla; el que pereciese otro en su lugar no le afectaba en absoluto, ¿por qué negarse? Si enviaba a otra persona en su lugar, el monstruo no acabaría con la Corona conocida.
–De acuerdo –aceptó Toulso sereno–. ¿Aunque a quién sacrificar?
–A mi segunda y última hija Amīria –explicó el rey. Por lo menos estaba convenciendo a su súbdito–. Estará en sus aposentos, en el ala este. Es una antisocial que apenas se junta con nosotros, por lo que dudo que tenga idea de lo que ocurre; se habrá encerrado en su dormitorio, como de costumbre. Ve a por ella, son órdenes de su majestad.
Antes de saberlo, Tiago estaba frente a la entrada al cuarto de la princesa Amīria VII. Ni le importaba tener que enviarla a la muerte, solo pensaba en su propio bien. El soldado que custodiaba el ala este le acompañó para evitar cualquier resistencia.
–¿Alteza? –Llamó Toulso a la puerta– Salid un instante, por favor. Órdenes de su padre.
Ojos al inicio de la adolescencia y rebosantes de penuria celeste abrieron la entrada. La princesa poseía una cabellera de nieve, tan pálida como su piel de porcelana. Blanca tam-bién era su camisa, conjuntada con una falda azul claro para rematar su apariencia monó-tona y entristecida. Tan pronto como le anunciaron su destino, solamente se limitó a libe-rar unas lágrimas en silencio y acompañar a Tiago. El guardia resultó hasta innecesario. Encerraron a Amīria en otra habitación aislada en el castillo y, justo cuando Toulso es-tuvo por marcharse para reunirse con el Cíclope y llegar al acuerdo de sacrificarla, la chica murmuró al mínimo volumen audible:
–Si lograse mostrarte algo fascinante cada día, ¿podrías alargar mi tiempo de vida aunque fuese por menos de una semana?
–¿Por qué haría algo así? –Cuestionó el muchacho– No tengo motivos para alargar esto más.
–Si fuese capaz de crear algo espléndido, tendrías más ofrendas que entregar al Cíclope cuando sea la hora –replicó ella con tono apenado–. Porque él no tiene por qué conformar-se solo con una bella doncella por enésima vez: quiere regalos por su cumpleaños.
Souhaitia ya estaba devastada y aquel horror jamás cabría en los túneles. Si la princesa garantizaba ser un digno cebo y llevaban al rey a la red subterránea, no había razones para no intentarlo.
–¿Cuántos días? –Inquirió Tiago.
–Me bastaré con cuatro –suspiró Amīria–. ¿Hay trato?
–Hay trato.
El Cíclope, agotado de buscar a Toulso por horas, cayó dormido a las afueras de la ciudad al atardecer. Nadie querría enfrentarse a él para derrotarlo, de modo que tampoco era nin-guna ventaja. El guardián, antes de la caída de la noche, apoyó a los pies de la cama de Amīria un simple par de objetos que ella le pidió: un pedazo de carbón y un cuaderno. A la madrugada, la muchacha abrió el cuaderno y dibujó con total perfección flores al azar con el pedacito de carbón, aunque su boceto quedó en blanco y negro. Al ver que su obra aún no era fascinante, lloró cerrando sus ojos con fuerza. Quiso calmarse y recordó una vieja canción de cuna que solía cantarle su madre; comenzó a entonar la melodía. Para cuando abrió los ojos, allá donde su voz golpeaba el cuaderno, las flores que pintó se tenían de vivos colores. Aquel era el digno don de su alma libre.
A la mañana siguiente, Tiago regresó a la habitación para visitar a su real majestad. Don Sedentario I ya fue trasladado a los túneles gracias a los guardias restantes y tan solo quedaba un soldado, él y ella en el castillo. Restaba que la princesa cumpliese su promesa. Lentamente abrió la puerta. Amīria ya estaba despierta sobre la cama, con la mirada per-dida. El cuaderno de la noche anterior permanecía a sus pies y, en silencio, Tiago lo tomó. Lo abrió por su primera página, revelando un dibujo de violas mandshurica empapadas por rocío. Por un instante, Toulso habría jurado que se trataban de flores reales. Sin em-bargo, nada estaba más lejos de la realidad: era un dibujo a puro color de violas en una fresca mañana.
–¿Cómo diantres…?
La princesa no pronunció una palabra, ni una sola respuesta. Confuso, el mozo inquiría:
–¿¡Cómo habéis pintado esto!? ¡Nadie había dibujado nada similar antes!
Por supuesto, en Ninguna Parte todo dependía del individuo, lo que incluía al arte: cada realidad podía ser representada de infinitas formas y muy distintas de la real según quién fuese el artista. Mas Amīria dibujó violas mandshurica con un espíritu fiel a la realidad, dando lugar a un efecto natural aunque hermoso. Aunque… si solo le dieron un trozo de carbón para dibujar… ¿por qué estaban las flores a color?
–De acuerdo, os habéis ganado un día más de vida –declaró Toulso molesto–. Pero ya no podréis utilizar ningún cuaderno.
Callada, Amīria no contestó y él abandonó la estancia. Pasó el mediodía, la tarde y, even-tualmente, regresó la luna al firmamento. En esta ocasión, la princesa pidió otra sola cosa: un montículo de paja. Tiago se la entregó movido por la curiosidad, pero no hizo pre-guntas por el momento. Ella trató de tejer una cesta, pero la paja era de tan baja calidad que le resultaba imposible. Para calmar su angustia, volvió a cantar; las pajas que su voz rozaba se volvían más trabajables y resistentes. Entrelazó algunas de ellas en forma de flores y les cantó hasta que cobraron nuevos tonos silvestres.
Cuando el sol se alzó nuevamente, volvió a la sala. Nada más entrar Toulso, le sorprendió una cesta tejida a la perfección rebosante de flores violetas: violas nuevamente. Y no sola-mente eso, la cesta en sí también mostraba los colores pálidos de una cosecha decente. Maravillado, él quiso arrancarle alguna pista de cómo lograba crear cosas semejantes si tan solo le otorgó paja malograda, mas la princesa nunca le dio respuesta alguna. Ella únicamente hablaba al ocaso para pedir algo concreto y, después, se sumergía en su silen-cio. Además, los ceropartineses elaborarían diseños enrevesados para las cestas, cada cual el suyo propio, jamás darían lugar a una tan perfecta y práctica. Desde luego, aquella chica era de lo más extraña.
–Una vez más, lo habéis conseguido. Tenéis un día más –Anunció el varón para cerrar la puerta al salir.
A la puesta de sol, ella le pidió un par de objetos más: un vaso de leche de la cocina real. Tiago, confiando en que sería incapaz de sacar otra maravilla de la leche, se lo entregó a la noche. Como de costumbre, retornó a su lado una vez el cielo recuperó su luz azul. No obstante, en lugar de entrar directamente, aguardó en silencio tras la puerta para averiguar qué hacía la princesa para obtener los materiales que trabajaba. Lo único que salió de la habitación era una preciosa canción. Después de que concluyese la melodía, ni un sonido más se hizo presente, de modo que Tiago entró. En manos de Amīria se hallaba un tapiz blanco en el que, bordado, se veía el paisaje de una sierra en pleno invierno, cubierta de nieve. Ya que en Ninguna Parte los tapices nunca eran realistas, nadie antes había tejido nada por el estilo, y mucho menos con la precisión de la joven.
–¡Se acabó! ¡Estáis sacando materiales de algún otro lado! –Gritó Toulso– Esta habitación está aislada y casi vacía, ¿¡dónde os hacéis con toda esa tela!?
Registró la estancia entera sin hallar nada más que muebles vacíos y polvorientos. Tuvo que conformarse nuevamente y admitir:
–Otro día más. Os queda uno.
Esta vez fue él el que decidió el objeto que darle a Amīria: un puñado de hojas recién arrancadas del jardín.
–Es imposible que saque nada a partir de eso –se reía mientras deambulaba por el castillo en mitad de la noche–. Me conviene que fabrique regalos para el Cíclope, mas necesito averiguar cómo lo logra. Oh, qué curioso, está cantando la misma melodía otra vez.
Amaneció el cuarto día y, como de costumbre, acudió a la prisión de la princesa. Sobre los pies de su cama se encontraba un libro de encuadernación verde vivo. En su interior estaban escritos relatos de tradición oral en la Corona, redactados con palabras rimbom-bantes; hasta a Toulso le fue difícil no llorar al leer cuentos que escuchaba de niño. Al acariciar el lomo del libro no le quedaba duda de que estaba hecho a partir de las hojas. Derrotado, reconoció:
–Os merecéis este último día. Mañana se acaba todo.
Siete de julio. Fue a recoger a la princesa y, sin decir palabra, ambos salieron a las afueras de Souhaitia para reunirse con el monstruo. Durante el camino, el muchacho se percató de algo:
–Hay que reconocer que, majestad, sois un genio: ¡entregarla a vos y a sus maravillas en el no-cumpleaños del Cíclope, qué ocurrencia! Os doy las gracias. ¿Qué importa el cómo creasteis milagros así?
Como era de esperar, allí estaba, recién despierto. Tiago estaba jubiloso. ¡Por fin termi-naría todo aquello! Impaciente, entregó los regalos de la princesa a la criatura para ex-clamar:
–Todos estos, junto con la princesa, son obsequios por su no-cumpleaños. También son una ofrenda de paz y disculpas de parte de toda la Corona. ¿Acepta?
Furioso, el Cíclope golpeó el suelo y apresó al chico en su descomunal mano, abriendo su boca apestosa mientras él gritaba pidiendo socorro. El monstruo no escuchó y acabó por comérselo vivo. Amīria debió apartar su vista y, ya sola, habló:
–Todos estos, querido Cíclope, son regalos por tu cumpleaños atrasado. Si los aceptas, así como las disculpas de la Corona, ¿me permitirías vivir y no aplastarías nuestros tie-rras?
Lo que la calamidad deseaba eran obsequios por su olvidado cumpleaños, no por ningún no-cumpleaños, por lo que aceptó el trato de Amīria, por no hablar de que él nunca había visto obras ceropartineses tan naturales -cosa que la princesa planificó-. Ella condujo a sus súbditos a la superficie y, gracias a la ayuda del Cíclope, se consiguió reconstruir la capital en pocos meses. La princesa, ante el encarcelamiento de su padre y su hermana por abandono a sus dominios en momentos de necesidad, fue coronada reina de Ninguna Parte. Así fue como quien que parecía la más extraña en un mundo extraño llegó al trono por sobrepasar la tradición de su pueblo natal.